25 febrero 2017

A finales del año 2000, no importa ahora el día exacto, visité por primera vez la tumba de Djehuty acompañado por el entonces jefe del Servicio de Antigüedades del West Bank, Mohamed Bialy. Los dos, interesados en los comienzos de la dinastía XVIII y el origen del imperio egipcio, entre los años 1550 y el 1400 a. C., fuimos conscientes entonces de la importancia de la tumba de Djehuty, de lo que podría aportar al conocimiento de aquella época, al estar enteramente cubierta de inscripciones y escenas en relieve, al menos hasta donde permitían ver los escombros que impedían el paso a la mitad más interna del monumento. Tras dieciséis campañas arqueológicas, Bialy visita ahora el yacimiento, casi irreconocible, con el Sector 10 salpicado de pozos funerarios y capillas de adobe de la dinastía XVII y comienzos de la XVIII, incluso ahora con tumbas del Reino Medio a la vista, y con el patio de la tumba de Djehuty reluciente, y las paredes de su interior iluminadas con luces led como si de un museo europeo se tratara. La visita de Bialy ha servido para darnos cuenta de todo el camino recorrido, de lo que hemos aportado, tanto al cuidado y puesta en valor de un monumento patrimonio de la humanidad, como al conocimiento de la cultura y sociedad del antiguo Egipto. Creo que hemos dejado huella, una huella positiva, y a cambio, gracias a Djehuty hemos vivido y aprendido muchísimas cosas, tanto en lo personal como en lo profesional. Y es curioso cómo al echar la vista atrás no sientes cansancio, sino al revés, ganas de continuar, de seguir avanzando, de seguir buscando nueva información, nuevas experiencias, ganas de adentrarte en la incertidumbre y seguir sorprendiéndote. ¿Qué nos deparará el año que viene? ¿y el otro?

En el último día se mezclan siempre sensaciones contradictorias, el deseo de que la campaña no se acabe todavía con las ganas de volver a casa y abrazar a los nuestros, familia y amigos. Por un lado, hay cierta relajación porque el trabajo más gordo está ya hecho, y la recogida de las jaimas y del material y el cierre de las tumbas compete más a los trabajadores que a nosotros. Por otro lado, el nerviosismo de dejar todo bien protegido y listo para el año que viene, que no se nos olvide nada, tomar las últimas fotos… Las despedidas son siempre difíciles, encontrar el punto entre la demostración de todo el afecto que se siente, sin por ello convertir el momento en un melodrama. Dieciséis años de despedidas no sirven para aprender este tipo de cosas. Y ya hay ganas de volvernos a encontrar el año que viene, “sana gaia”, un año mayores, pero con más ganas que nunca.