Hoy viernes, los cuatro que se marchaban por la tarde se han dedicado a hacer la maleta y a terminar los informes finales. Los que nos quedamos, nos hemos ido a ver Deir el-Bahari. Estuvimos prácticamente solos. Nos debimos de cruzar con seis parejas de turistas nada más. Sin duda, así se disfruta muchísimo más de los monumentos. Por muchas veces que hayas visto el templo de Hatshepsut, no deja de impresionarte, tanto su arquitectura, como la delicadeza de los relieves, la composición de las escenas, la temática… En la segunda terraza, la expedición al Punt es, sin duda, lo más llamativo, sobre todo por la narración del evento que se despliega sobre la pared capturando los momentos clave. En uno de ellos, en el amontonamiento y pesaje del incienso, se incluyó la figura de nuestro Djehuty, la cual fue luego cuidadosamente borrada hasta hacerla casi desaparecer. En la tercera terraza, las capillas conservan mucho de la policromía. Aquí se puede comprobar cómo el culto solar, que se asocia con Amenhotep III, sobre todo, con Akhenaton, realmente dio sus primeros pasos bajo el reinado de Hatshepsut, y de manera muy firme. La terraza se concibe como un patio abierto, y en un lateral hay un gran altar a cielo abierto para hacer ofrendas al sol.
Desde Deir el-Bahari nos fuimos andando por el-Asasif, con la intención de visitar alguna de las grandes tumbas de la dinastía XXV o XXVI, pero no encontramos ninguna abierta. Así que decidimos cambiar de ruta y nos fuimos bordeando la colina de Sheikh Abd el-Qurna hasta llegar a la tumba de Meketre, un alto dignatario de comienzos de la dinastía XII, en cuya tumba el Museo Metropolitan de Nueva York halló un conjunto de maquetas de madera de una enorme belleza y, además, muy ilustrativas de la vida cotidiana en aquella época. La tumba no tiene decoración, pero no por ello deja de ser espectacular, pues es de dimensiones colosales.
Caminando de vuelta hacia el Marsam, atravesamos el “valle del color”, el lugar de donde supuestamente los antiguos egipcios obtenían los minerales para elaborar algunos de los pigmentos que utilizaban en la decoración de las tumbas y ataúdes. Como es un valle estrecho, al pie del farallón rocoso, no soplaba nada de viento y el calor se hacía sentir en la piel. Las piedras quemaban. Al divisar el templo de Deir el-Medina, no pudimos resistirnos y allí que nos fuimos, a aprovechar los últimos minutos de la mañana. El templo, de época ptolemaica, es pequeño, pero precioso y muy interesante desde el punto de vista iconográfico. Además, esta vez conseguimos subir a la azotea, parte importante de los rituales del templo. Andar por el techo del templo es una sensación gloriosa.