Después de un estupendo desayuno en el patio del Marsam, a base de huevos fritos o “omelette”, zumo de naranja queso, tomates y té o café, nos hemos puesto todos en marcha, en distintas direcciones. El grupo más numeroso nos fuimos al Valle de los Reyes, a visitar la tumba del rey Seti I. Igual que para la tumba de Nefertari, también aquí hay que pagar una entrada extra, 1.000 libras egipcias, el equivalente a 50 euros. Pero, sin duda, merece la pena. Es gigante y una maravilla. Por un lado, el aspecto físico es impresionante, su tamaño descomunal. Por otro lado, es sorprendente cómo concibieron y diseñaron la decoración de las numerosas salas, pasillos, techos y pilares. La temática va variando a medida que te vas adentrando en la tumba, como si verdaderamente emprendieras un viaje al más allá, describiendo los distintos lugares y momentos, retratando a los distintos personajes que te esperan en el camino que transcurre por el inframundo. Cada panel ha sido compuesto con sumo detalle y cada texto ha sido minuciosamente escrito. En definitiva, apabullante. Mientras tanto, Pía y Suni se fueron en bici al templo de millones de años del mismo rey, Seti I, muy cerquita de nuestra excavación, y luego se entretuvieron pintando acuarelas junto a los campos de cultivo.
Los atardeceres son especialmente bonitos en el West Bank. Al caer la noche, como estamos junto al desierto, la temperatura desciende drásticamente y estos días llega a hacer bastante frio, de ponerse jersey y abrigo. Del equipo ya son varios que se han acatarrado o cogido una especie de gripe. El consuelo es que, al parecer, los de otras misiones arqueológicas de la zona también han ido cayendo. Esto ocurre más o menos todos los años, así que era de esperar. Esperemos que el zumo de naranja y el ron que ha traído Sergio de las islas consigan salvar la tripulación.